sábado, 9 de enero de 2010

Mi experiencia en África

Me piden que cuente mi experiencia en África y lo más difícil es comenzar, ya que habría tanto que decir que las ideas se alborotan en la cabeza.

Empezaré diciendo que es la primera vez que pisaba suelo africano, ya había estado en otros países como voluntaria, pero siempre me había atraído esta tierra, no sé por qué, hasta que llegué allí.

El país es bastante pobre en cuanto a Índice de Desarrollo Humano (IDH), pero sus gentes y la tierra tienen una riqueza difícil de explicar. La zona donde estábamos no era bonita, decían que era monte (“mato” en portugués), pero a mí me gustaba. Esas carreteras de tierra, que en cuanto amanece se llenan de gente y animales, personas menudas y grandes acarreando agua, bultos, llevando algo al mercado o simplemente yendo a comprar lo más básico. Chavales que van a la escuela, ya que allí la jornada escolar empieza muy temprano porque hay varios turnos, y hasta las gallinas picoteando por el medio del camino espantándose cuando pasa algún coche. Aunque las penurias no les faltan, llama la atención la alegría con que viven. Con sus bailes y cantos espantaban hasta el hambre.

Me gustaba contemplar a los niños ¡cuántas lecciones podrían darnos¡, porque, en general, la vida no les trata bien, son personajillos que bandean la vida con una viveza e incluso madurez, que llama la atención. Impresiona ver como niños que no tienen dos cifras en su edad cuidan a sus hermanos más pequeños mientras sus padres trabajan, o lo que es más normal, que les falte el padre o la madre, pero sin dejar de ser niños: les gusta jugar, se los ve por las calles corriendo, brincando, disfrutando de esa libertad que les da el campo y las calles de la ciudad, y que saben hacer una fiesta de cualquier acontecimiento.

Los niños del orfanato donde estuvimos echando una mano eran afortunados. Tenían tres comidas al día, no muy variada, maíz, arroz, alubias, y los días de fiesta un pedacito de carne, todo un lujo, pero hambre no pasaban. Avelino, un compañero con el que fuimos mi marido y yo, les compraba fruta como algo extraordinario para merendar. Todo un regalo, sobre todo las manzanas. Nunca he visto valorar tanto la manzana.

Hay algo de magia en estos lugares porque organizar a todos estos niños y niñas entre dos hermanas de la congregación “Irmazinhas de Imaculada Conceição”..., menos mal que llegó una tercera en agosto; saber conjugar el respeto con el cariño, no creo que sea facil, y menos es estos niños que llegan al orfanato con su historia no muy afortunada, y esa fortaleza de seguir adelante porque las dificultades y los problemas son el pan que nunca falta cada día. Hasta tres incendios tuvimos que apagar, pero ahí estábamos todos con “rama en mano”, sin miedo. Se te encogía el corazón viéndoles todos a una, niñitos y niños haciendo frente a las llamas que a veces les doblaban en altura.

También visitamos otros centros, un orfanato para niñas de las Pilarinas; un colegio donde estudian capacitación además de tener internado para aquellos que no tienen medios que lo atendían salesianos; un asilo donde recogían ancianos llevado por la Congregación de Las Hermanitas de los Ancianos Desamparados; otro para personas con problemas psíquicos, llevado por Hospitalarias; y las Misioneras de la Caridad de Teresa de Calcuta, ahí en el arrabal de los arrabales al lado de paredes de tres metros de altura ya que están junto al

basurero. Es bonito ver como se complementan, y el cariño con que lo hacen. Siempre con cara serena, aunque el trabajo es duro y da poco tiempo para el descanso. Uno se siente un poco inútil porque en 40 dias poco puedes hacer, pero para ellas y ellos es como un balón de oxígeno, y como una vez me comentó una misionera de los Ancianos Desamparados “nos anima a seguir luchando el saber que no estamos solas, que aunque físicamente no hagamos mucho, sabemos que otros nos apoyan y eso nos da fuerzas y ánimo”.

Cuando volví a España, mucha gente se admiraba por haber gastado mis vacaciones en África, pero eso no tiene mérito. Es verdad que no descansas como cuando te montas tus vacaciones tumbado a la bartola, o simplemente según te parece. Está claro que damos de lo que nos sobra. Las personas que están ahí las 24 horas del día durante los 365 días del año, esas son las que tienen mérito, porque exprimen su vida como un limón para dar su jugo a los demás: son los misioneros. No descansé físicamente, pero me traje un tesoro que nadie puede ver. Espero poder volver el próximo año a disfrutar y seguir aprendiendo de esta gente.

Marta I. Ozores

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